El Perdón

Historias de perdón

Una sorpresa para Hurto

¿En qué momento tiene oportunidad el resabio del Hurto para postrarse en alguna persona? ¿Qué tanto puede provocar este mal hábito? La respuesta a la primera pregunta está en el ambiente familiar desde que se es pequeño, al recibir el dolor de ver falta de comida y ropa en casa, el ver que los adultos le quitan a los demás a la fuerza lo suyo, es decir, verlo como ejemplo, o quizá presión de los amigos o desear algo que no se tiene y querer obtenerlo sí o sí.

La segunda repuesta la conocerás con la historia de Karla.

Karla entró llorando al salón de clases, sólo había cuatro compañeros platicando en tono bajo. Evitó la mirada y saludó entre dientes, al sentarse en su butaca, ocultó su cara entre los brazos y siguió llorando con fuerza, pero evitando hacer algún sonido.

A los pocos minutos entró una de sus mejores amigas, la saludó y Karla no pudo más. Se levantó y se dirigió hacía su amiga con los brazos en lo alto y ambas se abrazaron. Karla soltó un llanto preocupante y el resto de los chicos que se encontraban en el salón callaron y voltearon a ver a las chicas.

—¡¿Qué pasó?! —preguntó la amiga preocupada.

Karla seguía llorando desconsolada, sin poder hacer una pausa para hablar.

—Ok, llora, pero necesito que me digas qué te pasa —insistió la amiga sin dejar de apretar a Karla.

Después de un par de minutos, Karla hizo el esfuerzo, se separó de su amiga y comenzó a relatar en voz alta lo que le acababa de suceder.

—Venía por la calle concentrada en todas las tareas que tengo que entregar para el final de esta semana, organizando mis tiempos, cuando un chico se cruza conmigo y al llegar a mi lado me puso una pistola en las costillas. No la vi, pero la sentí —Karla volvió a soltar en llanto y todos la escuchaban con atención—. Me ordenó que me quitara la mochila. ¡Se llevó mi computadora, los libros que había pedido de la biblioteca y todos mis apuntes! ¡Tengo mucho coraje, siento mucha frustración! Quería alcanzarlo y golpearlo, ¡quiero golpearlo! ¡Necesito mis apuntes, he perdido todo! —Karla golpeó una butaca y lloró de forma desgarradora.

Sus compañeros se acercaron para apoyarla y su amiga le sobó la espalda.

—¡Qué desgraciado! —dijo uno de los compañeros—. Esos hijos de su…, mal nacidos, mal vividos y ¿Qué se puede hacer?

¿Podrías describirlo? ¿Quieres ir a poner alguna denuncia?

—Si quieres hacerlo te acompañamos —se ofreció otro de los compañeros.

—La verdad no creo que sirva de algo —respondió Karla con la cara llena de lágrimas—. Sólo tengo grabada su voz al ordenarme que me quitara la mochila. Sé que es de estatura media, moreno, que trae una sudadera negra. Le alcancé a ver cabello chino saliendo del gorro de la sudadera cuando se alejaba.

El pequeñísimo consuelo es que no se dio cuenta que mi cartera y mi celular los tenía en las bolsas traseras del pantalón porque todavía estaba un poco oscuro y me tapaba el suéter y como sintió pesada la mochila, seguro pensó que llevaba algo bueno, pero no sabe que más que lo material se llevó cosas sentimentales como la pulsera roja que dijimos que siempre usaríamos.

—¿La del símbolo del infinito? —le preguntó su amiga, quien llevaba puesta la suya.

—¡Sí! —respondió Karla—. Mi esfuerzo de semanas, desveladas, falta a reuniones con amigos y mi familia. No tiene idea de todo el tiempo de vida que me arrebató.

Karla lloró por días, los amigos le pasaron apuntes y se quedaba en las tardes en la biblioteca donde le prestaban computadoras para empezar de nuevo algunas presentaciones y lo guardaba en una memoria USB pues sus papás no pudieron reponerle su computadora porque seguían pagando la ahora hurtada.

Explicó a sus maestros lo sucedido y la mayoría, conociendo que era una alumna dedicada, la apoyaron dándole más tiempo para entregar sus tareas. Karla terminó ese semestre desanimada, cansada y enferma por tanto estrés.

Así pasaron diez años; Karla poco a poco fue sanando esa mala experiencia, aunque se asustaba al ver cerca a alguien, aquel momento también le había arrebatado la seguridad. Se graduó de medicina e hizo una especialidad en Cardiología.

Una noche de guardia en la clínica donde comenzaba a aplicar todo su conocimiento y el entusiasmo por salvar vidas se vio en una encrucijada. Un hombre con tres heridas de bala, una en el pecho, llegó pidiendo ayuda desesperadamente.

—¡Viene mal herido! —dijo un enfermero— ¡llevémoslo directo con la cardióloga!

Karla se puso el cubre bocas y los guantes para atender al hombre que se desangraba rápidamente en una camilla, mientras un enfermero le cortaba la ropa para descubrir las heridas y otra lo canalizaba.

Todos sabían que debían actuar rápido para evitar que el paciente falleciera. El enfermero se volteó para acercarle a Karla gasas y más material quirúrgico, mientras la enfermera se apresuraba a colocarle el oxígeno.

En lo que los dos enfermeros se ocupaban de diferentes tareas, el hombre herido tomó fuertemente el brazo de Karla.

—¡Sálvame por favor, no quiero morir! —le imploró con dificultad.

Karla quedó impactada por unos segundos. Decenas de imágenes de la mala experiencia de haber sido asaltada por un chico llenaron su mente. El hombre que le suplicaba era de una estatura media, piel morena, cabello chino y traía en la muñeca una pulsera de color rojo en la que colgaba un pequeño dije con el símbolo del infinito.

Sí, era aquel chico que la había dejado tan asustada y molesta hacía años y ahora era el momento de cortar la cadena de dolor; el salvar al chico y sanar aquella herida emocional que le dejo tanta desconfianza estaba en sus manos.

—Doctora, se desangra, debemos darnos prisa —advirtió la enfermera.

Karla dio un gran respiro, volteo a ver al chico y trajo su juramento a Sócrates al presente.

—¿Cuál es tu nombre? —pregunto Karla.

—Héctor —respondió el chico.

—¡Héctor! Descuida —dijo Karla—, pondré todo de mi parte para salvarte.